La semana pasada tuve la suerte de recordar que aún no había visto una película de la que varias personas me hablaron muy bien y que además, por su temática, refleja la progresiva incorporación del conocimiento del mundo emocional en la cultura de nuestra sociedad. Me refiero a “Inside Out” (“Del revés”), una película de Disney que trata sobre las emociones humanas.
A parte de parecerme una peli de animación tremendamente divertida, me sorprendió por la originalidad de su propuesta y especialmente porque conecté con un emotivo sentimiento de familiaridad e identificación con los personajes de la historia ( la alegría, la tristeza, el miedo, la rabia y el asco) y con una cálida sensación de humanidad compartida al sentir en esos momentos que en realidad todas las personas viajamos juntas por esta vida experimentándola desde el filtro de unas emociones que son universales y en esencia las mismas para todos y todas. Así que pensé que, después de esta especie de “insight”, como mínimo el tema se merecía un post.
Mucho se ha escrito, dicho y expuesto sobre el mundo de las emociones desde que Dan Goleman publicara en los años 90 “Inteligencia Emocional”, un best-seller que marcó un antes y un después en la concepción moderna de la psicología humana. Personalmente la necesidad de equilibrar mis emociones fue en su momento la señal de alarma que me avisó de la importancia de adentrarme en el conocimiento de mí mismo, cosa que hice hace ya varios años cuando comencé a practicar la meditación mindfulness. Sin duda, entre las muchas cosas que he desaprendido, aprendido, descubierto y entendido desde la práctica de mindfulness, quizás una de las más útiles y significativas es cultivar una relación amable con las emociones que me acompañan en el día a día.
Las emociones son poderosas y muy influyentes en nuestra vida. Tienen la capacidad de condicionar nuestro comportamiento, de tal manera que sentir alegría o sentir tristeza conlleva una manera muy distinta de actuar y de relacionarme con lo que me rodea. Igualmente las emociones tiñen el color de cada momento, pudiendo percibir la vida como positiva, estupenda o apasionante si las emociones del momento son agradables a percibirla como tediosa, aburrida o un castigo si las emociones del momento son desagradables. Casi nada.
Generalmente convivimos con una variada experiencia emocional, más o menos agitada dependiendo de los niveles de estrés que afrontemos cada día. En muchas ocasiones no sabemos lo que nos pasa, a veces si lo sabemos y no queremos reconocerlo y otras veces los altibajos se vuelven tan evidentes, incluso a lo largo de un solo día, que nos llevan a pensar que algo no funciona del todo bien. Entonces intentamos distraernos con nuestro entorno, buscando fuera algo que traiga la paz y el bienestar que en el fondo anhelamos, sin saber que haciendo esto nos evadimos de nosotros mismos creando una distancia con nuestro interior que no solo no resuelve lo que nos pasa sino que lo convierte en algo extraño, ajeno y difícil.
A esto hay que añadir que dicha experiencia emocional permanece regularmente soterrada bajo una maraña de pensamientos, preocupaciones, recuerdos, fantasías, planes e ideas que, a modo de venda, no nos facilitan la posibilidad de conectar con lo que sentimos.
Por todo ello me he ido dando cuenta que para una buena gestión de nuestra vida emocional ayuda mucho simplificar respondiendo a dos preguntas: ¿qué es lo que siento ahora? y ¿cómo puedo relacionarme adecuadamente con esto que siento?
Saber lo que siento implica necesariamente prestar atención a lo que está ocurriendo dentro de mí y para ello se requiere el suficiente interés como para volver la mirada hacia el interior en lugar de seguir la inercia de los automatismos. Una vez conecto conmigo solo me queda abrirme a la honestidad de reconocer qué siento. Esto muchas veces conlleva grandes sorpresas al darnos cuenta de que experimentamos con más frecuencia de la que creíamos determinadas emociones sobre las que solemos tener algún juicio negativo, como el enfado, la pena, la envidia o el miedo. Habitualmente son este tipo de emociones las que nos encontramos cuando “paramos y miramos” ya que las agradables solemos reconocerlas y sentirlas más fácilmente.
A mí la experiencia me está demostrando que las emociones en sí mismas no son ni buenas ni malas, sino más bien invitados inesperados que se alojan temporalmente en tu casa y que dependiendo de cómo los trates se quedarán más o menos tiempo. Normalmente si a un invitado lo tratas bien se quedará más tiempo en tu casa y si le muestras tu indiferencia o rechazo no tardará en irse. Pues bien, en el caso de las emociones, especialmente con las displacenteras, ocurre al revés. Entonces, ¿cómo puedo relacionarme con las emociones que me resultan dolorosas o indeseables?
Existe una fórmula para esto que se puede expresar a través de la célebre frase de Carl G. Jung: “lo que resistes persiste y lo que aceptas se transforma”. Por ello, como si de un huésped se tratase, es muy sano permitirte sentir la emoción en el mismo momento en que está sucediendo, sin juzgarla, y dándole amablemente su espacio en la experiencia de este momento. De otra forma, cualquier intento de cuestionar, luchar o rechazar lo que siento solo traerá más dificultad haciendo que la emoción se mantenga junto con el malestar que produce el conflicto de querer cambiar lo que ya está teniendo lugar. Sin embargo la tolerancia hacia lo que sientes a través de una cálida bienvenida facilita que la vivencia de la emoción deje de ser tormentosa y se convierta en una experiencia pasajera que deja un poso de comprensión respecto a cómo vivir los altibajos de nuestra existencia.
Todos y todas pasamos una y otra vez por la experiencia de luchar contra lo que sentimos bajo el mandato del cómo debería o no debería sentirme en cada momento. Afortunadamente, las emociones son sabias y nos ofrecen una y otra vez la oportunidad de adentrarnos en el conocimiento de su naturaleza, la naturaleza de esas emociones compartidas que nos hacen tan humanos. Aunque algunas veces nos sintamos del revés.